Academia Libertaria

La enfermedad infantil del minarquismo en el libertarismo.

Este podría haber sido el título de un libro escrito por Lenin si Lenin hubiera sido un libertario y no el cerebro de la aplicación práctica del marxismo. (Me corrijo a mi mismo, porque definirlo como tal no es más que una concesión al intelectualismo. En realidad Lenin no fue más que un asesino en cuyas manos puso la historia aquella formidable máquina de matar que fué el comunismo real. Hay que reconocerle el mérito, eso sí, de haber sabido hacer de ella el uso más intensivo y eficiente, para desgracia de sus contemporáneos).  

Los liberales (entiendase: liberalismo de amplio espectro) no deberíamos declarar guerras de ideas frente a aquellos que profesan un pensamiento similar al nuestro, aunque no perfectamente coincidente con el nuestro. Y ello por dos razones: la primera, porque uno de los principios esenciales del libertarismo es el de jamás imponer ni tratar de imponer las ideas propias a las mentes ajenas. Ni permitir, claro, que nadie nos imponga las suyas. La segunda razón es que somos tan pocos, que podría calificarse como suicido grupal abrir disputas entre nosotros. Sobre todo por diferencias cuya discusión puede dejarse para otro momento.

Si para un comunista (tambien entendido el término como comunismo de amplio espectro: socialistas, estatistas, colectivistas…) cualquier avance hacia la opresión del invididuo es un triunfo y un paso adelante, para nosotros, cualquier pequeña dósis de libertad debería ser bienvenida, venga de donde venga. 

Un minarquista es un hermano. Quizás no el más despierto de la familia, pero es nuestro hermano. 

Para los minarquistas es imprescindible que exista una estructura de estado, si bien es cierto que reducido a su mínima expresión. Con  atribuciones de poder relacionadas con asuntos como la defensa, la seguridad o la justicia, según el grado en que queramos aplicar la receta. Un estado que nos protega del robo y la agresión de otros individuos o de la invasión y el sometimiento a manos de otros estados, pero que, en cambio, tenga prohibido robarnos, amenazarnos o agredirnos él mismo. Cosa que podría considerarse imposible por definición, puesto que (según este argumento) el estado no debería revolverse contra quien permite su existencia y le concede sus poderes. (La ensoñación minarquista y las teorías del contrato social y similares consideran que es el individuo el que originalmente cedió voluntariamente parte de su libertad a favor del estado. Pero ya sabemos que esto no fue así: el estado surgió imponiendose por la fuerza sobre el individuo).  

El problema entonces es: ¿quién limitaría los poderes del estado estrictamente lo permitido? ¿Quién le prohibiría y violentarnos? ¿Quién le prohibiría hacer otras muchas cosas que no estarían entre las funciones que se le atribuyeran? O lo que es más inquietante aún: ¿quién impediría que las hiciera aunque las tuviera prohibidas? Históricamente, la solución al problema parece ser algo así como un compromiso, una promesa solemne de que el estado tendrá limitada sus funciones. Todo ello escrito en una constitución, fuero, carta de derechos o documento similar. 

A la vista está: no fue una buena idea.

Hay muchos argumentos para justificar todo esto. Algunos minarquistas piensan que un estado disminuido y bajo control es una etapa o una fase en su proceso de desaparición total. Otros simplemente tienen miedo al vacío: ¿quién nos gobernará si no, quién impedirá que nos desollemos unos a otros si no existen las leyes y quienes las impongan? Otros, pese a su defensa del individualismo, en el fondo no confían en el individuo: ¿cómo nos organizaremos, cómo funcionarán las cosas, quién hará respetar nuestros derechos…? Otros señalan en cambio que el estado no puede desaparecer en un territorio si no ha desaparecido en los territorios vecinos: si nosotros no tenemos ejército y ellos sí, nos invadirán y nos sojuzgarán sin compasión. 

Puede que en apariencia sean buenas razones. Pero sigue sin ser una buena idea.  

La esencia del estado, su orígen último, es la violencia contra el individuo. No una violencia gratuita, sino instrumental: su objeto o fin último es el robo. Cualquier otra estructura social que no responda a eso no es una estructura de estado, es otra cosa. Y cualquier estructura de estado será siempre y en todo caso, eso. Nunca será otra cosa. 

Los minarquistas piensan que podemos limitar la acción del estado, dominar al gigante, conferirle el monopolio de la violencia con la condición de que no la utilice contra nosotros, confiarle la misión de nuestro cuidado sin que nos pida nada a cambio. Porque, ¿cómo algo creado por el hombre puede volverse contra el hombre?

El estado, como el universo, se expande. Siempre. Y, como el universo, lo hace cada vez a mayor velocidad. Las fuerzas interiores que operan en esa estructura y dan sentido a su existencia, no admiten limitación alguna a su voluntad ni a sus acciones. 

No es posible que el estado coexista con la libertad individual. Si el estado minarquista tiene la capacidad y la misión encomendada de enfrentar las amenazas a nuestra seguridad, muy pronto terminará enfrentando sólo las amenazas a su propia seguridad. El estado decidirá quién es el enemigo, Los jueces los juzgarán, la policía o el ejército los combatirá. Y todo se hará con las herramientas de poder que nosotros mismos le concedimos. 

Igualmente, el estado creará enemigos inexistentes para justificar su propia existencia, su necesaria pervivencia y su inevitable expansión. Mientras más amenazantes sean “nuestros” enemigos, más deberá rearmarse el estado: con recursos, con efectivos, con armas mortíferas y con leyes. La limitación absoluta de nuestra libertad se justificará por la garantía absoluta de nuestra seguridad. Y nosotros lo admitiremos. De hecho ya no tendremos la libertad de no admitirlo. 

El estado se aplicará a sí mismo las tres leyes de la robótica de Asimov. La segunda ley se justificará en base a la primera, y la tercera en base a las otras dos. El robot-estado creado por nosotros justificará que debe garantizar su propia existencia porque debe existir para protegernos. Y que para ello deberá desobedecer nuestras reglas y sus leyes porque su obediencia está supeditada a su sagrada labor de protección.  

Lo único que necesitamos pues, es una amenaza. Pero, ¿qué hay más fácil que inventar una amenaza? ¿No lo hacen acaso todos los padres del mundo? Brujas, ogros, hombres del saco, espectros, fantasmas… provocan los miedos infantiles de nuestros hijos. Pero no menos infantiles son los miedos que provocan en nosotros las amenazas que explican nuestra renuncia a la libertad. 

Las primeras amenazas, aquellas que justifican el estado minarquista, ya las traemos incorporadas de fábrica: el miedo a nuestros semejantes, el miedo a nuestros vecinos, el miedo a gentes extrañas… De todo eso necesitamos al parecer que alguien nos defienda porque solos no podremos. Pero para el estado minarquista eso no será suficiente. Necesitará justificar la expansión de su poder, de su control, de sus ejércitos de funcionarios, de su capacidad recaudadora. Entonces propalará la existencia de aterradores enemigos y de  terribles amenazas, mucho mayores que los que ancestralmente ya nos acechan. 

Dependiendo en qué territorio y en qué época nos tocara nacer, nuestros enemigos, el origen de todos nuestros males, podrían ser la burguesía, los comunistas, los judíos, los católicos, los protestantes, los fascistas, los infieles, la metrópoli, los liberales, los herejes, los salvajes, occidente, los contaminadores, las multinacionales, la banca… O, en último término, cualquier vecino expansionista codicioso o imperialista, al acecho de nuestras debilidades. Cualquier cosa que nos resulte ajena, amenazadora o incomprensible: el sometimiento, la esclavitud, el caos, la barbarie, la pobreza, la desigualdad, la superpoblación, la escasez de alimento o energía, el cambio climático, los inmigrantes, la postración a manos de invasores dirigidos por otro rey, de otra raza, de otra religión o de otra lengua. En definitiva, un bestiario de cabecera para políticos y para sus intelectuales de corral. Un libro de conjuros que convierte en amado al líder más miserable, y en protectora a la tiranía más perversa. 

Para alcanzar ese estado de excitación permanente, el estado pone a funcionar a pleno rendimiento todos sus recursos: sus teóricos, sus medios de comunicación, el sistema educativo, los mitos patrios fundacionales… Hasta tal punto resulta eficaz, que no podemos dejar de pensar, aunque racionalicemos que no es así, que de algún modo, cada una de esas cosas constituye realmente un riesgo cierto para cada uno de nosotros. Cuanto mayor sea la amenaza, más tendremos que ceder en pos de nuestra supervivencia. Se limitará nuestra libertad en nombre de nuestra libertad. Y lo aceptaremos: “si quieres ser libre, obedece”. 

El socialismo es la evolución natural del estado. En nuestros días contemplamos como el proceso se está acelerando vertiginosamente. Es una ingenuidad pretender que pueda existir alguna forma de estado compatible con las libertades individuales, y donde éstas no estén cada vez más restringidas. No existen los estados libres. Jamás nos libraremos del socialismo si no conseguimos librarnos del estado. No existen constituciones ni contrapoderes que puedan frenar su expansión. No hay límite alguno. ¿Quién podría fijar esos límites? El estado es una estructura de poder única, ubicua y con vocación de perpetuidad, que por definición no puede coexistir con ninguna otra. Cualquier estructura social que no esté bajo el control del estado será absorbida y destruida por éste. 

Está en la genética del estado, es su naturaleza profunda. No existen los estados buenos o malos, todos pertenecen a la misma categoría. El estado no negocia con el individuo, el estado se impone al individuo y aplasta su voluntad. Siempre. La convivencia entre uno y otro es, como diría el maestro Bastos “a-po-dic-ti-ca-men-te” imposible. Solo uno de los dos podrá resultar vencedor del otro. 

No puede haber victoria a los puntos, hay que noquear al estado.