Academia Libertaria

La Policía del Pueblo.

Cuando preguntas a una persona común si sería posible que existiera una sociedad sin estado, la respuesta más frecuente es: “¿Y quién nos gobernará? ¿Quién evitará que nos robemos y nos matemos unos a otros?”

Incluso los minarquistas consideran que la seguridad es una de las funciones qué justifican la existencia del estado.

Pero nosotros negamos categóricamente esa idea.

Negamos que exista relación alguna entre la policía y la seguridad de las personas en la sociedad contemporánea. Afirmamos, en cambio, que la existencia de la policía produce elevados niveles de inseguridad y exposición al delito para los particulares y sus familias.

En los últimos tiempos se hace cada vez más evidente qué es realmente la policía dentro de la estructura del estado, qué son los cuerpos armados en general. Las víctimas contemplan consternadas y con incredulidad, cómo los delincuentes cometen delitos impunemente y a la vista de todo el mundo, sin que la policía haga nada por evitarlos, prevenirlos o ni siquiera reprochárselos a sus autores. Y no sólo en los casos de ocupaciones de viviendas que ocurren aquí en España, sino en cualquier país del mundo en casos de robos y asaltos en domicilios, delitos de agresión, atracos con intimidación, hurtos, estafas informáticas… En general la policía no atiende a la resolución de ningún delito que afecte a las personas. Simplemente realiza investigaciones sobre aquellos que resultan ser más graves, como los secuestros, violaciones o asesinatos, pero sólo en los casos que realmente puedan producir un escándalo social de tal magnitud que ponga en cuestión la existencia de la propia policía (lo que llaman la “alarma social”). Y lo hacen con el único fin de contener por debajo de niveles aceptables la indignación de las víctimas y, en algunos casos, de la opinión pública. De hecho, para evitar que esas situaciones alcancen niveles peligrosos que delaten cuál es el verdadero cometido de la policía, cuentan con la complicidad de los medios de comunicación, que evitan la difusión de los delitos más graves, sobre todo de aquellos cuyos autores son inmigrantes y más concretamente inmigrantes de determinada procedencia.

Pero en la mayoría de los casos, la inacción de la policía, que en principio se percibe socialmente como indolencia, falta de medios, leyes inadecuadas o jueces insensibles, no es más que el correcto ejercicio de la función que tiene encomendada esta institución dentro de la organización del estado moderno.

Recientemente se han viralizado en las redes sociales esos videos en los que una mujer, una italiana llamada Mónica Poli, y luego otros que la han imitado, localizan y persiguen a carteristas que actúan en el metro o en el transporte público, o también en las aglomeraciones de turistas en los centros históricos de las ciudades. Se puede ver que la persona que graba el video, persigue al carterista, advierte a gritos a los presentes, toca un silbato para llamar la atención, etc. Resulta público y notorio, pues, quiénes son esos delincuentes, y por lo demás, su comportamiento denota claramente que asumen como cierto aquello de lo que se les está acusando. En algunos casos incluso se les graba en plena ejecución de sus fechorías.

La policía, sin embargo, no parece tener el menor interés en detener a esos delincuentes ni en evitar que sigan actuando. No parece ser asunto suyo (y de hecho no lo es). Porque si lo fuera, ¿cómo es posible que alguien que no es policía ni investigador profesional, una mujer de edad bastante adulta, sin ayuda de nadie, consiga en sus ratos libres localizar y delatar a esos delincuentes, y en cambio la policía sea incapaz de hacer algo siquiera parecido?

En Barcelona, Madrid o Sevilla, se han formado patrullas urbanas que han decidido enfrentarse a los carteristas. También graban vídeos y los difunden en las redes sociales. En uno de ellos se relata el hilarante caso de un delincuente al que la patrulla de voluntarios impedía acceder al metro. Entonces el carterista llama a la policía y denuncia lo que está ocurriendo. En el curso de la conversación telefónica, el tipo le dice al policía que él es carterista y que no le están dejando hacer su trabajo.

¿Qué explicación tiene todo esto? ¿A qué obedece esta actitud distante y despectiva de quienes tienen el monopolio de la violencia respecto de los que sufren la delincuencia cotidiana?

En realidad, la función social de la policía no es impedir que cometan delitos los que cometen delitos. La función de la policía es impedir que cometan delitos los que no cometen delitos. Delitos contra el estado, claro. Si el delito es contra otra persona o contra los bienes de otra persona, entonces no es importante. La función de la policía es mantener el orden político establecido, pero justamente entre aquellos que no acostumbran a incumplir las normas. Es algo parecido a lo que ocurre con los bancos, que sólo prestan dinero justamente a quienes ya tienen dinero, y nunca prestan dinero a quienes no lo tienen.

Veamos cómo funciona este mecanismo.

La existencia de la policía es disuasoria contra aquellos que no cometen delitos. La policía no disuade de cometer delitos a aquellos que lo hacen habitualmente, y precisamente por eso los siguen cometiendo. ¿Pero entonces de qué disuade la policía a quienes no cometen delitos? Justamente de la tentación de desobedecer al estado y fundamentalmente de no pagar impuestos. Su eficacia es máxima, ya que ese grupo de personas (mayoritario) es altamente sensible a la amenaza que significa la policía para su pacífico y laborioso modelo de vida. Es decir, la policía sirve para que a nadie se le ocurra no cumplir sus obligaciones con el estado, es un cuerpo de defensa del estado, de sus intereses y de su supervivencia. En modo alguno la policía está al servicio de nadie que no sea el propio estado, ni de su seguridad, ni de su patrimonio.

Dicho de otro modo: ¿quién tiene más miedo a la policía, una persona honrada o un delincuente? Obviamente la primera. Pero ¿por qué, si es una persona honrada? ¿No sería más lógico que un delincuente tuviera más miedo a la policía que una persona que cumple con las leyes?

Las personas honradas saben distinguir el bien y el mal, saben que no se debe robar, no se debe violentar ni asesinar a nadie. No hace falta que exista la policía para que no hagan esas cosas. Pero hay en cambio otras conductas o acciones, que no forman parte de sus convicciones morales, sino que son simplemente obligaciones que les impone el estado. Su propia moral no les prohibiría incumplir esas obligaciones, pero se lo impide una amenaza exterior, que no es otra que la de cuerpos armados. Existe una violencia subyacente que nos avisa de que mejor no hagamos ciertas cosas, y en cambio cumplamos escrupulosamente con otras, aunque no entendamos por qué o no estemos de acuerdo con ellas.

Cuando una persona honrada está frente a un policía, irremediablemente tiene miedo. Y no es porque piense: ¿a quién he robado, a quién he matado? Obviamente, a nadie. En ese momento lo que pensamos es: ¿qué norma de tráfico, de comportamiento, fiscal o administrativa he infringido? ¿Qué norma que por incomprensible, desconocida o absurda que sea estoy obligado a cumplir? Nuestro miedo está provocado porque no entendemos muy bien esas normas y por lo tanto nuestra propia moral no nos puede guiar correctamente para no incumplirlas. En realidad, estamos pensando: ¿a causa de qué estúpida norma me van a multar o a castigar, o a detener? Ese miedo a no contravenir lo absurdo es lo que verdaderamente mantiene el orden social, porque la razón o la moral no nos permite discernir por nosotros mismos, sino que estamos en manos de la arbitrariedad de otros.

La arbitrariedad de las normas y de su vigilancia, y de su castigo, ejerce sobre la población una especie de terror que nos hace sentir inseguros e indefensos. Es el mismo efecto que producían los fusilamientos arbitrarios de personas elegidas al azar en la Rusia soviética de Stalin. Se trata de un pánico difuso a merecer un castigo cuyo motivo desconocemos. Las tácticas de amedrentamiento de los agentes de policía aprovechan ese substrato de miedo para actuar sin limitaciones.

Sin embargo, cuando alguien consigue eliminar ese miedo y se enfrenta a un policía, y simplemente le exige el cumplimiento de sus propias leyes, la maniobrabilidad de éste se reduce notablemente. Pero el estado no puede permitir que se extienda este comportamiento entre la población.

De ese modo convivimos cotidianamente con el terror, nos adaptamos a él y lo interiorizamos hasta considerarlo parte de nuestra naturaleza y no una amenaza exterior.

¿Desde cuándo los delitos entre particulares son un problema para el estado? ¿En qué perjudica al estado que un individuo le robe a otro, o le estafe, o le agreda, o le violente, o incluso que lo asesine? En nada. ¿Es relevante mientras que el número de delitos no derive por su volumen en inestabilidad social? No es relevante. Para el estado es importante mantener el orden político, lo que ellos llaman el orden público, cuya alteración podría derivar en algún caso en revueltas que pongan en cuestión su existencia o al menos dificulten la supervivencia de la clase funcionarial, política y subsidiada.

Vemos que cuando alguien no paga sus impuestos, existe toda una gigantesca y eficiente maquinaria para perseguirle. Los mejores recursos humanos y materiales. Enormes equipos de personas, el más moderno equipamiento informático, inspectores… Se abren expedientes aun por la más insignificante deuda, se remiten comunicaciones, se hace una investigación sobre las propiedades del perseguido, se localizan y se embargan sus bienes… Si el reclamado no dispone de bienes, se mantiene la pena (pago de la deuda, multa e intereses) sin prescripción hasta que, según la patética jerga del recaudador, el deudor viniere a mejor fortuna.

Es una maquinaria incansable e implacable. Cuando no se paga al estado o se le daña en sus intereses, no hay perdón, no hay remisión, no hay negociación posible. Y al final de todo, sobrevolando por encima de todo y protegiendo la máquina como una coraza, está la amenaza de la violencia que ejercen los cuerpos armados. Si no pagas, al final la policía irá a tu casa, te incautará tus bienes y en último término te meterá en prisión.

Sin embargo, cuando alguien roba la propiedad de otro, o le estafa, o le agrede o le lesiona… apenas se produce una negligente y protocolaria indagación, a la que llaman atestado, y el asunto se olvida de inmediato. Si acudes a poner una denuncia por robo en cualquier comisaria, el agente ya te advierte de antemano que no servirá de nada.

Si pagas impuestos (y los pagas, aunque no te des cuenta) estás pagando todos los servicios sociales de los que disfruta el delincuente, estás pagando al policía que se ocupa de no detenerlo, a los abogados que lo defienden y a los jueces que no lo encarcelan. Si lo encarcelan, estarás pagando su estancia en la cárcel. Y cuando salga le pagarás un subsidio de desempleo. También pagarás, porque nunca los recuperarás, los bienes que te han robado o los daños que te han producido, si es que por desgracia no son daños irreversibles, y por supuesto los abogados que necesites para reclamar justicia, si es que te permiten reclamar algo.

Podríamos (aunque para ello tendríamos que ingerir una buena dosis de psicotrópicos) hacer el ejercicio de imaginar una maquinaria siquiera la mitad de colosal que la que utiliza el estado para recaudar dinero, pero que en este caso sirviera para mejorar la seguridad de las personas y sus familias. En vez de acudir a una oficina destartalada, en el que un agente con muy poca formación y peor trato, te hace perder 45 minutos para redactar una denuncia puramente formal, con un poco de suerte con una herramienta algo mejor que una máquina de escribir, que será “archivada” en cuanto salgas por la puerta, de cuyas pesquisas o averiguaciones nadie te informará, si acaso las hubiera, y si algún día llamas para preguntar, te dirán que aquello se archivó por falta de identificación del denunciado… ¿Qué tal si en vez de eso nos encontráramos con modernas instalaciones ubicadas en edificios grandes, limpios y subyugantes, llenos de personal dotado de modernos equipos informáticos, en los que pudieran consultar en tiempo real todos los delitos similares cometidos en las mismas fechas y el mismo lugar que el que tú denuncias, y el funcionario de turno te indicara que probablemente se trató de tal delincuente, ya conocido en los archivos, que su modus operandi incluye el tráfico de aparatos robados hacia tal o cual destino para su comercialización, que harán las indagaciones oportunas, y te comunicarán cualquier avance. Que puedes denunciarle por el delito cometido y demandar su responsabilidad patrimonial. Que el número de expediente es tal y puedes consultarlo online. Que cuando se identifique al autor del robo se le juzgará en un plazo de 15 días, que si se le declara culpable se le obligará a justificar trimestralmente sus ingresos para que la policía tenga constancia de que sus ingresos no proceden de nuevos robos. Que si es alguien de nacionalidad extranjera se le expulsará del país o si el robo o los daños son de gran cuantía se pedirá al país de origen una investigación patrimonial del sujeto. O que la policía ha establecido una especie de carnet por puntos mediante el cual el delincuente irá a la cárcel o será expulsado del país cuando agote los puntos. ¿Qué tal si consiguiéramos que los delincuentes tuvieran respecto de la policía el mismo miedo que tienen las personas honradas respecto de los inspectores de hacienda? ¿Qué tal si el trato de la policía con un presunto delincuente fuera la mitad de humillante, despectivo y coaccionador que el que ejerce un inspector de hacienda ante una persona sobre la que no recae ninguna sospecha?

Los ciudadanos sufrimos la violencia de los delincuentes y la violencia del estado representada por su policía. Tenemos prohibido defendernos ante una o ante la otra. Te dicen que ellos se encargarán de acusar al delincuente, pero en realidad lo único que hacen es impedir a la víctima defenderse.

La función de la policía es trabajar para el estado, no para los ciudadanos de ese estado. Es lógico, puesto que se trata de un cuerpo estatal. Si yo contrato un vigilante de seguridad, éste trabajará por mi seguridad, puesto que yo soy quien le paga y su interés será que yo no sufra ningún delito para que yo esté satisfecho con su trabajo y siga pagándole. En cambio, si el estado contrata a un policía, éste trabajará para vigilar los intereses del estado, que es quien le paga, quien le evalúa y quien le mantendrá en su puesto.

Por lo demás, el propio estado te prohíbe contratar seguridad privada, por lo que condena a los individuos y sus familias a la indefensión. Tampoco se permite tener armas. Si te defiendes de un asalto o un robo, el que se defiende terminará procesado. Por otra parte, las víctimas no pueden acusar a sus victimarios, al delincuente que le ha perjudicado. Es el estado es el que ejerce la acusación pública a través de los fiscales. Las acusaciones particulares tienen su acción muy restringida y son comúnmente despreciados por los jueces.

En definitiva, el estado no se ocupa de nuestra seguridad, al tiempo que nos prohíbe a nosotros ocuparnos de ella. Si no existiera la policía y pudiéramos ocuparnos de defender nuestra integridad y nuestra propiedad frente a los delincuentes, el nivel de seguridad sería muchísimo mayor del que es actualmente.

El monopolio de la violencia promueve el delito y su proliferación, porque la policía no impide la actividad del delincuente, pero sí impide que la víctima se defienda. La policía promueve el delito y asegura su impunidad.