A lo largo de la historia todos los filósofos que se han preciado de serlo han formulado su propia idea sobre qué es la verdad. Desde el idealismo al materialismo, pasando por el racionalismo o el positivismo, la verdad ha sido definida de múltiples y variadas formas, relacionando esta idea con la del mundo físico, la creación, la razón, la percepción o la ciencia. Podríamos redactar un preámbulo sobre aquello que las más importantes corrientes de pensamiento han dicho sobre qué cosa es la verdad, pero sería bastante extenso, complejo y poco útil.
También podríamos discurrir sobre qué cosa es la verdad para la mentalidad de nuestro tiempo, en el que los medios de comunicación, la educación, las ideologías o las redes sociales construyen, cada uno de ellos, un universo perfectamente congruente en sí mismo y que cuenta (todos y cada uno de ellos, hay que reconocerlo), con una extraordinaria apariencia de realidad y certeza. Pero tampoco éste es el asunto que nos ocupa.
Por simplificar las cosas y no llevarlas más allá de lo que nos interesa para nuestro argumento, podríamos convenir, por simple utilidad, en que la verdad es la certeza de lo real, una idea que se asemeja a grandes rasgos, a la propuesta en su momento por Descartes. Aunque admitamos que, de cualquier manera, la verdad es, en definitiva, una consecuencia de nuestra siempre compleja relación con la realidad.
Pero nos interesa distinguir, por sus características, entre dos tipos de verdades o realidades aceptadas como tal: aquellas que pertenecen estrictamente a la esfera del universo material, de la física y de la naturaleza, y aquellas que pertenecen a la esfera del ser humano y de su comportamiento social. En el primer caso podemos hablar de la verdad científica, ajena al hombre, y a la cual accedemos mediante la percepción, y la experimentación. El hombre no puede cambiar las leyes de la naturaleza, sólo puede conocerlas y formularlas como reglas universales, aplicando el método científico. En el segundo caso, el comportamiento humano depende de la voluntad de cada individuo, y su comportamiento social es la suma de los comportamientos individuales de millones de seres que ejercen en cada momento su libertad para actuar. No existen por lo tanto leyes universales, no podemos aplicar el método científico a la realidad del comportamiento humano. Simplemente porque los experimentos con seres humanos jamás arrojarían un mismo resultado al repetirlo cuantas veces quisiéramos hacerlo, por mucho que las condiciones en las que se realizaran fueran siempre las mismas y asimilables a condiciones de laboratorio. No existen leyes verificables. El comportamiento humano no está sujeto a la física, a las matemáticas, ni siquiera a la biología. Ni siquiera, contra lo que Kant pudiera afirmar, a la razón. (Con Kant empezó la tragedia). El comportamiento del hombre es rebelde, creador, inconformista. La naturaleza sí admite leyes, pero ninguna ley natural puede con la voluntad humana. La naturaleza nos dijo que no podríamos movernos a más de veinte kilómetros por hora. Pero inventamos la rueda y la movimos con caballos. Que no podríamos volar, pero inventamos el globo con el que Hans Pfaall huyó de sus acreedores.
Los recientes estudios sobre complejidad o sistemas complejos son el reconocimiento tácito de que no se puede predecir el comportamiento humano. Ni tan siquiera observarlo estáticamente. Es algo así como la aplicación a la economía del Principio de Indeterminación o de Incertidumbre de Heisenberg.
Podríamos por lo tanto aceptar que existe la verdad científica, reconocible, aceptable como tal e incuestionable (al menos hasta que apareció la física cuántica), estudiada por las ciencias naturales. Pero no existe una verdad única sobre el comportamiento humano, porque ésta depende de la libre voluntad de los individuos, la cual no atiende a reglas inamovibles ni incuestionables, y sólo puede ser estudiada por disciplinas a las que podríamos reconocer como ciencias en el caso de aceptar una idea poco limitativa y bastante laxa sobre qué cosa es una ciencia. Estrictamente hablando no podemos decir que la psicología, la sociología o la economía sean ciencias. Mucho menos las pretenciosamente llamadas “ciencias políticas”. Pero tampoco es el objeto de este artículo ofender a nadie.
Cuando Galileo, Descartes y Francis Bacon construyen el método científico lo que pretenden es fabricar una herramienta con la que descubrir las leyes del mundo físico, llegar a entender aquello que está por encima de nosotros. No son más que humildes exploradores en busca de aquello que desconocemos. Sin embargo, aquellos que especulan sobre el hombre se comportan como el timonel de un navío que asegura a su tripulación conocer perfectamente adónde les llevará la tormenta. El propio Mises escribe en La Acción Humana, refiriéndose a un preclaro filósofo: “Siempre actuó bajo el error de suponer que el Geist, lo Absoluto, se manifestaba a través de sus palabras. Nada había demasiado arcano ni recóndito en el universo para la sagacidad de Hegel”. Y también respecto de otro: “No descuidemos en el mismo sentido, a Augusto Comte. Estaba convencido de hallarse en posesión de la verdad; se consideraba perfectamente informado del futuro que la humanidad tenía reservado”.
Todos los filósofos y economistas que no creen en el individuo consideran que el comportamiento de este obedece no a su voluntad o a su libre entendimiento, sino a “leyes” propias de su naturaleza. Erroneamente formulan esas leyes haciendo uso de las herramientas propias de las ciencias físicas, pero se olvidan de su verificación empírica o experimental. De ahí su osadía a la hora de elaborar teorías, y también algunos enormes fiascos: Marx le colocaba a tu teoría del socialismo el pretencioso calificativo de “científico”. Otros en cambio, como Adam Smith o Mises resultan sorprendentemente certeros porque básicamente renuncian a hacer predicciones o a formular leyes y se limitan a describir con profunda admiración la fecundidad del ser humano cuando puede ejercer sin obstáculos su libertad.
El estudio del comportamiento humano se encuentra con dos obstáculos prácticamente insalvables. El primero es que la acción humana es impredecible, y por lo tanto, su estudio no sirve para anticipar fenómenos económicos, políticos o sociales. El segundo es que la interpretación de esos fenómenos, una vez observados, es perfectamente subjetiva. Podríamos añadir, además, el nuevo paradigma de la física cuántica, que nos dice que la presencia del observador modifica el comportamiento del fenómeno observado. Si la presencia del observador hace cambiar el comportamiento de la onda-partícula, cuánto más no ocurrirá lo mismo cuando hablamos de personas. Este es el motivo por el cual se equivocan las encuestas, reducimos instintivamente la velocidad ante un control policial, la hacienda pública nunca acabará con la economía sumergida o existen las habitaciones de alquiler por horas.
Cuando plantamos la semilla de un manzano, todos sabemos lo que pasará después. Y cuando el manzano ha crecido, ya soporta sus ramas sobre un firme tronco, brotan las hojas, y da sus frutos, todos sabemos por qué ocurrió todo eso.
Sin embargo, cuando Hitler salió de la cárcel de Landsberg a los nueve meses de una condena de cuatro años, nadie sabía lo que iba a pasar. Ochenta años después de lo que pasó, todavía hoy no sabemos por qué sucedió todo aquello.
Por lo tanto, no existe la verdad absoluta sobre las acciones del hombre ni existe la verdad absoluta sobre la sociedad humana. Y no pueden existir ninguna de ellas porque la interpretación de la realidad del ser humano y su comportamiento es perfectamente única para cada individuo que quiera emitir un juicio sobre ellas. Y cada uno de esos juicios debe ser aceptado y no cuestionado, porque la realidad observada no obedece a leyes científicas universales.
No podemos negar la verdad del otro porque el otro podría negar igualmente, desde su absoluta certeza, nuestra certeza de las cosas. Y ninguna de esas negaciones posee más valor que la otra, ya que la libertad de pensamiento y la voluntad del individuo no admite (no debe admitir) jerarquías.
El hombre actúa por instinto, por la razón o por capricho. Si pudiéramos predecir el comportamiento humano ninguna empresa jamás se arruinaría ni se acumularían stocks de artículos que nadie quiere. Jamás le faltaría o sobraría pan al final del día al panadero.
Por lo tanto, existe la certeza de la realidad en la percepción de cada individuo, pero no puede existir ninguna certeza o verdad en una supuesta percepción colectiva. No existe ningún ente colectivo que perciba su propia realidad ni la realidad de otros.
Pero por definición, la verdad es un concepto absoluto. No hay cosas que sean más o menos verdad que otras. La verdad es única y excluye al resto de las hipótesis u opciones alternativas. Si admitiéramos que existe una verdad sobre el comportamiento social humano, deberíamos admitir igualmente que existe una única verdad sobre el comportamiento social humano.
Aquellos que defienden que sí existe una verdad objetiva sobre el ser humano, que es posible formular qué es bueno o qué no es bueno para la sociedad, qué es el bien, y cómo distinguirlo del mal, lo hacen afirmando implícitamente que hay individuos que están equivocados, que no saben reconocer cuál es la verdad, ni distinguirla de lo que es meramente confusión, error, o simple falsedad.
Afirman pues, sin dudarlo, que existe una verdad sobre el hombre, y que es única, irrefutable por definición. Y que su aceptación es lo conveniente para todos. Cualquier discrepancia distorsiona la perfección del mundo y nos aleja del camino del bien y del progreso. Necesitamos imponerla a todos por el bien de todos. Necesitaremos, por lo tanto, contar con alguna herramienta para imponer la verdad verdadera sobre las verdades fruto del error. Necesitamos de una autoridad dotada de poder suficiente para imponer la verdad única a una enorme multiplicidad de individuos.
Es una labor compleja que requerirá de una maquinaria compleja. La religión, la moral, las leyes o los ejércitos han sido algunas de esas herramientas a lo largo de la historia. Hoy en día existen métodos algo más refinados, como la democracia.
Concebimos el mundo como un lugar imperfecto, que no funciona correctamente, porque los individuos en el fondo nos parecen seres ignorantes que no pueden valerse por sí mismos. Entonces, en un acto reflejo, una pulsión difícil de controlar nos lleva a imaginar cómo sería un mundo que funcionara correctamente, regido por la sensatez y la razón. Construimos mentalmente un conjunto de reglas, leyes y mecanismos que (según la ideología de cada cual) desterrarían para siempre las disfunciones, las injusticias, las ineficacias o las desigualdades, y nos conducirían a esa humanidad ideal que sin duda es la deseada por todos. Pero ¿cómo es que lo demás no lo ven tan claro como nosotros? ¡Es tan evidente! Sería tan sencillo como hacer que lo que funciona mal empiece a funcionar bien. Y si una parte del mundo no lo entiende, entonces la solución sería hacerlo contra la voluntad de esos que se resisten a organizar a la humanidad de forma que todo funcione mejor.
Supongamos por un momento que efectivamente existiera una verdad única o “verdadera” sobre el bien y el mal de lo que afecta a los hombres, y que existiera igualmente una autoridad dotada de poder suficiente para imponerla. Tal autoridad tendría que imponer como verdad, en primer lugar y con carácter de valor absoluto, la justificación de su propia existencia. En segundo lugar, la infalibilidad de sus propios actos. Y en tercer lugar la justificación de su propia supervivencia material, necesaria para su necesaria existencia. Esas tres cosas constituirían la idea del bien social, y cualquier subversión de esas tres verdades constituirían simplemente la encarnación del mal, representado por los seres antisociales (hoy negacionistas, insolidarios, o en el lenguaje popular, simplemente fascistas).
Tal autoridad, a la que citamos aquí en abstracto, tendría por lo tanto la capacidad de decidir de forma incuestionable qué es lo mejor para la sociedad, así como imponer tales verdades incuestionables a todos los individuos, con todas las herramientas a su alcance, violentando nuestra propia voluntad y nuestra libertad de pensamiento y de acción. Tal autoridad podría declarar guerras y disponer de nuestras vidas para sacrificarlas en la batalla, promulgar leyes, y mediante leyes dotarse a sí misma de más poderes, ilegalizar pensamientos y acciones y condenar a los individuos por ello, y por supuesto disponer de las rentas y el trabajo de toda la población, que no es otra cosa que disponer de su tiempo y de su vida. Todo ello sin ninguna limitación conocida, porque no pueden imponerse limitaciones a la verdad absoluta del bien común.
El desarrollo lógico y natural de este sistema conduce irremediablemente hasta un sistema totalitario. La verdad objetiva es la semilla del diablo.
Inadvertidamente, puede que estemos contribuyendo a ello. Imaginemos un sanedrín de sabios economistas (liberales si queremos o incluso libertarios ¿por qué no?) debatiendo sobre, pongamos por caso la necesidad de la vuelta al patrón oro, o la imposición de una reserva fraccionaria a los bancos, asuntos muy de nuestro gusto. Supongamos que llegan a la conclusión de que debemos volver al patrón oro. O por el contrario deciden que sin lugar a dudas no hay que hacer tal cosa. También podrían tratar sobre cuál es el mejor sistema de pensiones o sobre si hay que imponer aranceles a las importaciones. Sea cual sea su conclusión sobre cualquiera de esos asuntos, dictaminarán (porque para eso se habían reunido) que esa es la decisión correcta. Es sin duda lo más conveniente y lo que debe aplicarse a la realidad. Pero tal dictamen carecería de virtualidad si no existe una autoridad capaz de imponerlo al sistema bancario, a los que ahorran para una pensión, al comercio en las fronteras y al sistema económico en general. ¿A quién recurriremos para ello? Cualquier imposición de este tipo requerirá de una extraordinariamente eficiente capacidad coercitiva, (legisladores, inspectores, policías, funcionarios, jueces, recaudadores) una capacidad de la que sólo dispone una estructura de tal tamaño y poder que atenderá, indudablemente, a su propia supervivencia antes que a cualquier otro interés, y que evolucionará con el tiempo de manera inexorable hacia un sistema totalitario de poder.
Creemos firmemente en el individuo, en su libre voluntad y en sus derechos naturales. Pero al tiempo que lo exaltamos, lo sacrificamos en el altar de la diosa razón y bajo la liturgia del imperativo categórico, de cuya religión nos investimos como legítimos sacerdotes. Nos permitimos emitir juicios absolutos (“se debe prohibir la reserva fraccionaria”). Pero ¿qué pasa si yo acepto firmar con un banco que guarda en su caja sólo una fracción del dinero que presta, a cambio de un tipo de interés más bajo o a cambio de otras garantías?
Cualquier verdad impuesta por la fuerza distorsiona la vida de todos aquellos que tienen una opinión diferente, y produce relaciones de esclavitud en pequeñas dosis entre quien ejerce la violencia (el estado) y quien la sufre (el individuo), que a medida que se extienden y poco a poco ocupan todos los aspectos de nuestra existencia, nos arrojan a un mundo de sometimiento prácticamente absoluto.
Alguien nos dirá: “pero existen verdades absolutas acerca del hombre que nadie puede negar, aquellas en las que todos estaremos de acuerdo”. Efectivamente podríamos considerar que es así. Pero justo esas certezas naturales, primeros rudimentos del comportamiento humano, son las que no necesitan ser impuestas por la fuerza. Están en la conciencia de cada hombre y en la conciencia social de cada grupo de hombres: todos tenemos padres y pertenecemos a una familia, nuestra especie se divide entre hombres y mujeres, niños y ancianos, los padres alimentan a sus hijos y éstos a sus padres cuando ellos no pueden hacerlo por sí mismos, subsistimos a base de animales y plantas domesticados, podremos defendernos si alguien pretende dañar nuestro cuerpo o el de nuestros seres queridos, hay cosas que nos pertenecen a nosotros y no a los demás, podemos defenderlas frente a las intenciones de otros y podemos intercambiar con otros esas cosas o también nuestro trabajo para mejorar nuestras vidas…
Y sin embargo hemos creado un monstruo de imposición y violencia tan colosal, y le hemos concedido tal poder, que en épocas recientes se ha atrevido a poner en cuestión todas esas verdades primigenias: los padres no deciden sobre sus hijos, no existen hombres o mujeres, sino otras cosas, los padres no atienden a sus hijos ni estos a sus padres porque ya se encarga el estado, no podemos defender nuestra integridad física porque seremos castigados por ello, no existe la propiedad, sino cierta especie de usufructo sobre las cosas, y los intercambios están sujetos a tantas limitaciones que casi han perdido su función original. Es el proceso de deshumanización del hombre.
Porque el problema no sería que hubiera un grupo de individuos que considerara que no existe la familia, ni el sexo biológico, que un feto es asesinable, o que la empresa, la producción y el comercio son actividades perniciosas. Podrían reunirse y vivir como les pluguiera. El problema es que alguien tenga la capacidad de decidir qué es lo correcto, y en unidad de acto, qué es lo incorrecto, usurpando esa decisión a nuestra libertad individual, castigando y violentando al discrepante en lo más íntimo y de forma tanto más humillante cuanto más afecte a sus más profundas convicciones.
Combatir una verdad con otra verdad se convierte finalmente en una lucha agónica, sin final y sin sentido. Acabamos discutiendo sobre cualquier estupidez, como que si un hombre que se dice mujer tiene derecho a compresas subvencionadas. Terminamos solicitando el auxilio de los que pueden imponer la verdad para que impongan la nuestra. La función hace al órgano y el órgano se hace más fuerte cuanto más se ejercita. Habremos engendrado a la criatura, y en nuestra pesadilla King-Kong siempre se escapará del espectáculo de feria.
Debemos negarnos a aceptar ningún dogma impuesto por nadie, porque la intencionalidad del dogma siempre es la dominación. Pero debemos aprender a no imponer a los demás nuestra visión de la realidad por grande que sea su evidencia.
Una verdad absoluta sobre el hombre requiere de su imposición violenta, precisamente porque no existe (si existiera no necesitaría ser impuesta a nadie). La imposición violenta de “la verdad” requiere de la existencia del estado. Y cualquier estado evoluciona más o menos rápidamente hacia el totalitarismo.
Nuestra arrogancia es la primera jornada de un trágico camino que nunca deberíamos emprender.